Capítulo 3 – Eduardo

Para poner tierra de por medio, la última semana de octubre de 1980 emprendí un viaje de pocos días con la excusa de acompañar a mi padre a Madrid. Mientras dejábamos atrás los edificios que se alzaban a ambos lados de la calzada para incorporarnos a la carretera nacional, me pregunté sobre qué cavilamos las mujeres. ¿Es tan determinante el sexo para nosotras? Si leo a Roth o a Updike, advierto que están obsesionados, o puede que solo escondan su tedio, y el sexo les ayude a sobrellevar mejor su soledad. En la distancia corta del espacio interior del coche, me hubiera gustado hablar con mi padre de cosas más íntimas, de los pensamientos que acechan a una mujer joven. Pero no lo hice.

Cuando en alguna otra ocasión he repetido ese mismo trayecto, circulando cerca del pequeño municipio de La Muela, cuando aparecen aquellos molinos eólicos gigantes siempre me siento pequeña. Ante ellos, girando majestuosos, me siento endiabladamente insegura y pienso que mis esfuerzos por orientarme en la vida giran, aún ahora a mi edad, a merced de los remolinos azarosos del viento.

Pero en aquel viaje junto a mi padre, simplemente me aferré el volante con fuerza y me mordí el labio inferior. Al ver mi determinación por adelantar a otro vehículo, mi padre, que hasta entonces había guardado silencio, me preguntó muy serio: «Lo que sea que quieras hacer con tu vida, ¿te lo has pensado bien?».

Su mano, huesuda pero cálida, apretó mi hombro con determinación. Circulábamos muy rápido. De repente frené, reduje las marchas y aparqué en el arcén de la vieja carretera. Me bajé del coche en silencio, saqué de mi cartera una pequeña libreta, arranqué varias hojas y construí aviones de papel. Comencé a lanzarlos con todas mis fuerzas, con rabia, para que se los llevara el viento. Al fondo de aquel tramo que fluía en línea recta asomaba un resplandor grisáceo, como si fuera un espejo brillante. Regresé y me senté al volante otra vez. «Deberías acudir a un especialista, alguien que pueda ayudarte», me espetó mi padre, esta vez algo nervioso. «Tanto tu madre como yo, y como Jorge y sus padres, todos creemos que necesitas ayuda. Así no puedes continuar. Prométeme que acudirás a un psicólogo cuando regreses. Es mi condición para que te quedes en casa». Se lo prometí, porque me encontraba sin dinero y no tenía trabajo. Entendí perfectamente que no me quedaban más opciones.

Estaba confundida, me comportaba de forma errática, mis sentimientos formaban un caos malsano. Al principio intenté controlar ese desbarajuste con pequeños retoques físicos: me hice mechas, me corté el pelo con un peinado más atrevido, me adelgacé mucho e inmediatamente me engordé de nuevo, todo en un intervalo de pocos meses. Estaba en aquella etapa en la que deseaba encontrar una mente interesante. Pero, en vez de sosegarme, en vez de encarrillar mi vida de nuevo, me enamoré estúpidamente de otro hombre.

Sin reconocerlo del todo, quería olvidar a Jorge y pasar página, dejar atrás mi matrimonio. Pensé que por el simple hecho de haberme trasladado a casa de mis padres me libraría de él. En mi interior iba fermentando la idea de comenzar una nueva relación. Ahora solo me preocupaba pasármelo bien. Laura me instruyó en el arte del flirteo, pero no en las complicaciones que vendrían después. Francamente, no me imaginaba la vida sin un hombre pero no quería saber nada de mi marido. En la vida todo cambia continuamente y yo quería notar ese cambio en mis propios huesos.

Volvieron los viejos tiempos, aquella brillante luz, aquellos escalofríos de saberse el centro de atención de otros ojos. En el gimnasio, en los bares a los que solía ir, me gustaba que me mirasen. Era tremendamente resultona. Y caí en la receta fácil de ir ligue tras ligue. Perseguía afectos donde solo había sexo. ¡Y vuelta a empezar! Pero lo único que conseguía era enredar más la madeja. Dejar que te atornillen los sentimientos y preguntarte cuánto puede durar el amor es una estupidez, pero entonces no lo sabía. Simplemente estaba retrasando lo inevitable.

Y tal vez porque quería olvidar cuanto antes, o porque quería sentirme libre, o porque en esta vida hay un instinto imparable que guía nuestros actos –aunque algunos lo llamen casualidad–, ocurrió que en octubre de 1981, cuando llevaba un año escaso separada de Jorge, empecé a trabajar en una compañía de seguros. Así conocí a Eduardo.

La lluvia otoñal caía a raudales. Recordaba vagamente haberlo visto tomando café en la cafetería de la empresa, pero hasta aquel día lluvioso no me fijé en él. No llevaba paraguas y subió al autobús empapado, con el pelo chorreando y la ropa pegada al cuerpo. ¡Era tan guapo! Su mirada se cruzó con la mía y enseguida se percató de que lo observaba con atención. Se sentó a mi lado y me sonrió. Aquella mañana fresca yo llevaba un vestido corto, por encima de las rodillas, y no paraba de estirármelo para que no se me vieran tanto las piernas. Me molesta que los hombres me miren las piernas o el escote. Y él tuvo la delicadeza de no hacerlo.

Eduardo tenía una sonrisa encantadora, cautivaba de inmediato, pero lo que me atrapó fue que llevaba en las manos el mismo libro que yo: unos relatos de Katherine Mansfield, una autora que yo acababa de descubrir y que me entusiasmaba. El hecho de que un hombre joven la leyera me indujo a pensar que era sensible, cualidad difícil de encontrar en un hombre. La vida está para vivirla con aquellos con quienes compartimos una misma manera de entenderla. ¿Qué hacía falta para alimentar una relación? ¿En qué jugada de la partida estaba? Jorge era distinto, su mundo estaba lleno de planos, líneas rectas, estructuras… El de Eduardo no. Sería mi alma gemela, un compañero con quien podría compartir la aventura de la vida con un prisma de visión poética idéntico al mío, bellas escenas frente a un café humeante. Creía que Jorge se alejaría de mi vida para siempre. Quizá quería rescatarme a mí misma. Deseé que Eduardo pudiera acoplarse a la perfección a mis sueños de escritora. Sin entrar en simulacros de ser otras personas, quería que fuéramos nosotros mismos, con nuestra alma como único atuendo.

Puede sonar a barbaridad, pero Eduardo se convirtió en mi hobby.

De Eduardo me gustaba todo, incluida su letra. Escribía: «Querida Mónica», y la «Q» ocupaba medio folio cuadriculado. Me dejaba mensajes en mi mesa. En ellos, siempre encontraba palabras delicadas, inspiradas en citas de escritores: «No, aunque mi corazón fuera a romperse no te ataría».

Mi corazón volvió a latir con fuerza y me rendí a sus encantos. Me consumía la pasión, el poco sentido común que en contadas ocasiones había cumplido su papel de brújula parecía que ahora no encontraba el norte. Meses y meses perdida, flotando consumida, inquieta e impaciente en mi pequeño despacho de la Rambla Cataluña. Besos y besos, en lugares escondidos, en rincones donde creía que nadie podría vernos: la entrada de la mercería de la Rambla Cataluña o el vestíbulo de una sala de cine que estaba próxima a la Diagonal. Cuando pienso en él, aún lo nombro como «mi querido Eduardo», aún lo siento como un amor dulce y tierno. A pesar de los años transcurridos, todavía siento un pequeño arrebato y me hace ilusión imaginar que yo fui su primer amor.

Aún lo recuerdo con sus pantalones vaqueros y su cazadora Levi’s de pana, las gafas oscuras y los ojos azules. Se parecía a Miguel Bosé. Cualquier chica se hubiera vuelto loca por él. Ese amor me resultaba tan real como las tormentas eléctricas que se sucedieron en Barcelona aquel mes de noviembre. La intensa corriente que nos conectaba, su viril juventud, consiguieron que yo perdiera toda noción del tiempo. Pero algo en mi interior, quizá el resquemor del anterior amor frustrado, me impidió continuar y que  el affaire pasara a mayores.

No pasamos de los besos. Sé que él necesitaba a una mujer desinhibida, pero yo no podía olvidar que aún era una mujer casada. Por eso planteé nuestras citas como un simple flirteo. En el fondo me dolía y sabía que aquello dejaría una huella profunda en mi corazón. En su coche o en su destartalado apartamento de soltero, aquella voz interior me impedía hacer lo que mis fantasías reclamaban a gritos. No sucedió nada serio. Permití que mis ansias se sumergieran en las aguas de los deseos que no se cumplen, dejé que el deseo de su cuerpo se colara solo por las rendijas secretas de mis sueños más profundos. Nunca aparecí desnuda entre sus brazos. Me resistí a conocer lo que supone ver el amanecer desde su cama. Desde su pequeño balcón que daba al Park Güell, contemplaba las nubes tornasoladas o el sol que entraba por el amplio ventanal acristalado.

Pero Eduardo se convirtió en un importante contratiempo, porque despertó en mí otra vez el deseo de libertad.

Mientras, Jorge había contratado un detective que me seguía a distancia. Ahora sé que se había pasado parte del año rastreando mis movimientos. En varias ocasiones, a primera hora de la mañana, mientras yo esperaba el autobús, creí ver a la misma persona apoyada en el muro de la iglesia de Sarriá, pendiente de mí. Por mis padres, sabía que mis suegros estaban escandalizados por mi conducta. Todos me hablaban de compromiso, de fidelidad. ¿Qué noción tenía yo de esas palabras? Hija única, niña caprichosa como pocas… Me encantaba seducir y ser seducida. Muchos atardeceres los pasaba en casa de Bea. Compaginaba mis citas secretas con Eduardo con mis visitas a su casa. En el fondo era una estrategia para que mis padres no pudieran controlarme, y con la excusa de visitarla no me veían el pelo. Cuando salía del trabajo me dirigía o a su casa o a casa de Eduardo. Era un entrar y salir de un lugar a otro, como si aquellos hogares fueran naves nodriza en las que encontrarme a salvo. Encajaba mejor en el mundo de Bea y en el de Eduardo que en el de mis padres, Jorge y mis suegros. Reservaba las tardes de sábado y domingo para Eduardo, comíamos palomitas y bebíamos cerveza hasta atontarnos. Creía que con el alcohol me inspiraría, como si beber me condujera a alguna parte. Desde luego mi comportamiento dejaba atrás todos los corsés aprendidos en el colegio de la Inmaculada Concepción del paseo de la Bonanova, donde estudié el bachillerato.

Aunque Bea sabía que me atraían las ciencias ocultas, se resistía a enseñarme el arte de la quiromancia. Me tenía prohibido bajar al sótano sola. Mi fascinación por leer el destino ajeno en la palma de la mano iba en aumento, aunque sentía pavor cuando ella me decía que tenía poder para hablar con los muertos. Lo invisible y lo que se acerca peligrosamente al diablo siempre me ha asustado. A Bea le gustaba decir que leía la buenaventura y lo acompañaba con la lectura del tarot y otras prácticas esotéricas. Pero lo que más le agradaba era mirar a través de su bola de cristal y practicar la hipnosis. Decía que ambas cosas se complementaban. Una tarde, Marianne, su vecina, preguntó si podría adivinarle el futuro y la condujo escaleras abajo, hacia el sótano. Cuando Bea finalizó la sesión, al despedirse, coincidimos en la puerta y las noté nerviosas, como si hubieran estado sometidas a una enorme presión. La verdad es que en aquel momento no comprendí de qué iba aquello.

Bea y Patricia insistían en invitarme a cenar casi cada miércoles y yo no sabía negarme. Comíamos las tres junto a la madre de Bea, generalmente en el piso, y pasábamos la sobremesa en el sótano. En aquella época, acudía a casa de Bea porque allí me sentía tranquila, relajada y no tenía que fingir. Podía acomodarme en el viejo sofá con Keiko o quedarme tumbada leyendo un periódico sin sentirme observada, podía incluso subir a la azotea para hablar con las plantas o para observar embobada la calle, sin notar que nadie me echaba en cara que perdiera el tiempo, sin sentir que realmente lo estuviera perdiendo.

Me aprendí de memoria la explicación a muchos sueños. Si se sueña con aceite y si este aceite está contenido en algún recipiente, significa que habrá prosperidad. En cambio, si el aceite está derramado puede ser indicio de sufrir una pérdida irreparable. Si soñamos con una araña significa que vemos nuestros planes entorpecidos momentáneamente en una carrera de obstáculos y que habrá conflictos con personas queridas de la familia. También indica que descubriremos engaños y mentiras. Me pasaba horas y horas con la lista de la interpretación de los sueños, repasándola mentalmente por la noche. A veces soñaba con cosas que no comprendía: buscaba mi casa, perdida entre un laberinto de calles desconocidas, o soñaba que las hojas de los árboles no eran verdes sino rojas. Soñaba que el paisaje cambiaba de color continuamente. Pero el sueño más espeluznante, una verdadera pesadilla, lo tuve una noche en la que soñé con gansos salvajes, que graznaban ruidosamente en formación de punta de flecha y que de pronto entraban en mi habitación y lo destrozaban todo. Según Bea, su significado era muy simple.

–Bueno, explícamelo –le pedí.

–Piensa por ti misma. Si lo meditas, seguro que encuentras una explicación –me contestó.

Pero mirar en mi propio interior me resultaba tedioso e incómodo. Lo veía como uno de aquellos ejercicios de caligrafía que nos mandaban en el colegio para mejorar la letra. No tenían sentido. En mi caso fracasaron por completo.

Yo sabía que Bea devoraba los clásicos y los libros de ocultismo. Aunque dudaba de que la psicocirugía que practicaba a los animales tuviera relación con dichas lecturas. Creo que más bien, aunque suene a increíble, tenía un don especial para comprender a los animales. Sabía que algunos veterinarios la llamaban porque decían practicar la hipnosis en animales para suplir la anestesia. Sus prácticas, ¿eran una fanfarronada, un cuento chino? Quizá, porque en la hipnosis el sujeto decide voluntariamente dar permiso al hipnotizador para que acceda a su mente subconsciente y, claro, en un animal no se daba el caso ni por asomo.

–¿Cómo logras hipnotizar a los animales? ¿Hablas con ellos? –le preguntaba casi con burla. Pero su respuesta a mis preguntas era siempre la misma.

–Quita, mujer.

Bea me reñía porque no la tomaba suficientemente en serio. Decía que en los sueños se encontraban tanto elementos positivos como negativos, que nos permitían enfrentarnos a los distintos acontecimientos de la vida, pero yo lo veía como un juego totalmente inocente, porque era ingenua hasta la exageración.

Sí, era ingenua, pero también desconfiada, contradictoria, y por eso a veces hacía cosas imprevisibles. Según el día, Bea me fascinaba o, en cambio, podía despertar mi recelo.

Por eso quizá, un lunes cualquiera, en pleno centro de la ciudad, dejé mi futuro en manos de una gitana, en sentido figurado, claro está. Me encontraba sentada en una cafetería de las Ramblas que estaba pegada a la plaza de Serafí Pitarra, matando el tiempo, cerca de una tienda de animales que vendía loros y pájaros tropicales, asombrada de que el sol calentara tanto, cuando una gitana se acercó a mí. Vestía una blusa blanca muy transparente, falda larga hasta los tobillos y un pañuelo sobre el pelo que le confería un aire divertido. En su rostro se marcaba aquella mueca ambivalente de los que lo saben todo acerca de la vida. En aquel momento no pude sospechar que mi pregunta despreocupada encerraría premoniciones tan malas.

–¿Cómo será el futuro de mi vida? –le pregunté confiada, mientras le tendía la mano.

–Se acercan tiempos duros –me dijo–. El amor te abandonará.

Le retiré la mano de inmediato, pero ya era demasiado tarde. El conjuro ya estaba en el aire. Tuve miedo de que se cumpliera el pronóstico porque, según dicen, llamar a la mala suerte provoca mala suerte. Aquella gitana de ojos negros y de pelo ondulado también me advirtió sonriente:

–Veo algo que cambiará tu vida. Al principio te irá mal, muy mal, incluso la muerte te ronda.

Al verme tan preocupada, extrajo un espejo de una bolsa de punto de ganchillo y enseguida me lo intentó explicar con palabras amables:

–No te preocupes tanto. Tú tienes baraka, eres afortunada, estás bendecida. No sufras, eres una privilegiada, tienes la protección que el cielo concede solo a unos cuantos.

Mientras me hablaba, revisó el hueco de mi mano derecha. Acto seguido, con uno de sus dedos resiguió las líneas de la palma de mi mano y me espetó:

–Para triunfar, antes hay que fracasar muchas veces. No se puede saborear el éxito sin antes probar la amargura del fracaso. Te vendrá bien verte borrosa por un tiempo. Toma, cómprame este espejo. Te traerá suerte. Cuando seas capaz de mirarte y verte al mismo tiempo, entenderás que en la vida todo lo que nos pasa es por algo.

Al despedirse me dijo:

–Me alegro mucho de haberte conocido.

Aquel episodio me marcó, hasta tal punto que desde entonces no dejaba de preguntarme dónde estaría la piedra de Marte que me había regalado Bea aquel verano. Recordé que la había dejado en casa de Jorge, nuestra casa. Y comencé a obsesionarme. No veía la hora de ir a buscarla. El problema era que no recordaba donde la había guardado.

Creía que la juventud me inmunizaba y que no necesitaba ninguna protección para seguir adelante con mi vida. Pero, a la vez, era muy supersticiosa. La charla con la gitana despertó en mí un sinfín de dudas. Para desterrar el mal de ojo que creí que me había echado, me empeñé en encontrar una solución que lo neutralizara. Y así ideé un plan como si en ello me fuera el alma. Lo anoté paso a paso, con toda la paciencia del mundo, muy despacio, y entonces recordé las palabras que Bea me dijo respecto a la piedra: «Es beneficiosa». ¿En qué estaría pensando cuando me olvidé la piedra en esa casa? No había manera de sosegarme el ánimo, tenía que encontrar la piedra mágica. Sabía, porque me conocía, que no podría apaciguarme si no la tenía en mi poder. Culpaba de mi mala suerte al hecho de haberla dejado olvidada.

Toda la noche estuve ideando una táctica prudencial. La gran incógnita consistía en saber si Jorge habría cambiado la llave de casa. Yo tenía una llave. Entraría cuando él no estuviera. Entonces y solo entonces. No quería correr riesgos. A primera hora de la mañana, por precaución, marqué su número de teléfono del despacho. Estaba. Cuando se puso al aparato, colgué. Me dirigí a nuestra casa en taxi. La panorámica de Barcelona desde allí era espectacular. Era reconfortante ver la ciudad entera: la Diagonal, el Camp Nou, la Sagrada Familia, sus edificios cerca del mar alzándose hacia las nubes. Estaba decidida a entrar, pero a medida que me iba acercando comencé a tener miedo.

Ese territorio había sido testigo de lo mejor y de lo peor de nosotros. Era una edificación sólida de tres pisos que Jorge mandó construir a su gusto nada más terminar la carrera.

Estaba muy confusa. Sabía que una vez dentro carecería de amparo. Al principio, lo único que quise hacer era encontrar la piedra, pero una vez allí cambié de planes. Craso error, como descubrí después.

La versión que cuenta mi suegra no es cierta. No es verdad que intentara robar nada. Todo lo que cogí me pertenecía. Me acusaron de querer robar la cubertería de plata, una chaqueta Chanel y la muñeca de porcelana que perteneció a Martha, la abuela paterna de Jorge. Esta última la cogí por un impulso tonto, no pude resistir la tentación. Era una muñeca preciosa de porcelana antigua que ceremoniosamente nos regaló Joseph, el abuelo paterno de mi marido. Cuando finalizamos nuestro viaje de novios fuimos a visitarle. Joseph Ciecierski no pudo asistir a nuestra boda porque había sufrido un desprendimiento de retina y tuvieron que operarle de urgencia. Vivía en Lausana, en una casa preciosa frente al lago.

Martha y Joseph, los abuelos de Jorge, se habían casado en Varsovia unos años antes de que comenzara la Segunda Guerra Mundial. Habían conseguido huir del régimen nazi, perseguidos no tan solo por ser judíos sino también porque pertenecían a la alta burguesía del país. De hecho, sus antepasados eran nobles y su genealogía se remontaba a la familia real polaca, nada menos que a los descendientes de Estanislao II Poniatowski. Tan terribles acontecimientos cimentaron el carácter reservado de la familia que, sin duda, Jorge había heredado. Aunque se decía que su riqueza, proveniente de la exportación de diamantes, se hundió paralelamente a como lo hacía Europa, no había mucho de verdad en esa afirmación, como comprobé al poco de casarme.

Emigraron a Argentina, donde fundaron una de las empresas más importantes de juguetes de todo el continente americano. Fabricaron con licencia americana para vender por toda Sudamérica las famosas muñecas Shirley Temple que tanto éxito tenían en Estados Unidos. Formaron un pequeño imperio económico. El matrimonio tuvo cuatro hijos, la mayor era Renata, que se casó tres veces. Su último matrimonio fue con el padre de Jorge. Johanna, la segunda, que nunca se casó, continúa viviendo en Argentina. Susan ejerce de médico en Alemania, y el cuarto, Jaś, murió en un accidente a los catorce años. Martha, la mujer de Joseph y abuela de Jorge, murió en Suiza hace ya muchos años.

La muñeca de porcelana que me llevé escondida entre la bolsa de la ropa era la primera Shirley Temple que fabricaron. Tenía las mejillas gorditas, unos ojos durmientes de lata de color azul, y su peluca hecha de mohair de un tono rubio con ondas y rulos. Medía unos veinte centímetros y era una muñeca preciosa, que vestía como la artista, con su ropa cuidadosamente copiada. Estaba guardada en una caja de madera.

Consideré que me pertenecía. Recuerdo que cuando Jorge me presentó a Joseph (no le gustaba que le llamaran abuelo), nos caímos bien de inmediato. Y me la regaló. No era como mi suegra, una estirada finolis. Era un hombre franco y cordial. Me mostró su colección de cucharitas de plata de todos los rincones del mundo y al final del recorrido me invitó a conocer sus muñecas antiguas. Las guardaba en los cajones de una vitrina, en sus respectivas cajas de madera. Me contó que cada una encerraba una historia.

–En la fábrica hicimos varios modelos de la Shirley Temple y estas son las once primeras, todas numeradas. Las guardo aquí. –Abrió un cajón–. Hoy, en tu honor, las sacaremos de sus cajas para que las aprecies mejor.

Poco a poco me las fue mostrando, apoyándolas en la vitrina con sumo cuidado.

–Son preciosas –le dije.

–Sí. ¿Te gustan?

–Muchísimo –dije entusiasmada.

–Hay que guardarlas envueltas en un papel especial que me traen de Alemania –me explicó con una sonrisa satisfecha–. Esta es mi preferida –continuó, abriendo una caja y desenvolviendo la última muñeca de su papel con paciencia y con mimo–. Es la primera muñeca de la colección. Habla y canta.

Me mostró una pequeña arandela en su espalda.

Cuando nos despedimos me hizo una confidencia inesperada:

–Te la enviaré, será mi regalo. Sé que tú la conservarás y quizá pueda pasar de generación en generación a mis bisnietos, tanto si son niños como niñas. ¡Cuídala!  Esta muñeca te traerá suerte. ¡No lo dudes!

Cumplió su promesa y a nuestro regreso encontramos un paquete envuelto en papel de regalo con una simple y escueta nota: Para Mónica.

Al abrir la puerta todo estaba en silencio. Subí las escaleras y me dirigí casi corriendo al dormitorio. Todo seguía igual: la misma colcha, los mismos cojines, el mismo olor a lavanda en los cajones. En la bolsa de mano metí el  pulóver de Chanel. Con las prisas, no encontraba la piedra. Vi la muñeca y ¿cómo iba a dejarla?  La cogí y la guardé junto a la chaqueta.

En plena faena, justo cuando acababa de encontrar la cajita que guardaba la piedra que me regaló Bea, apareció, como caído del cielo, un hombre que me apuntaba con una pistola. ¡Lo que me faltaba! ¡Menudo susto! No sé de dónde salió ni qué hacia allí, solo sé que me decía que no me moviera y que levantara las manos. Llamó a Jorge por teléfono. Jorge se ofuscó hasta el punto de que avisó a su madre y a mis padres. Aparecieron todos. No sé qué pintaban en esta historia pero consiguió que se armara un lío descomunal. La escena parecía una comedia de Arniches.

Jorge movía la cabeza de un lado a otro. Renata quería denunciarme a la Policía y murmuraba que yo era una ladrona mientras fumaba como una descosida cerca de la ventana. Mi padre le pedía calma a gritos, mi madre lloraba. Fue tremendo. En pleno griterío me dio por reír. Me pudieron los nervios. Para acabar de rematar el tema me marqué un farol:

–Si me denuncias por robo, me tiro por la ventana –se me ocurrió decir.

–Lo que pasa es que me has perdido el respeto –repetía Jorge como un autómata.

Menos mal que el hombre de la pistola resultó ser el detective contratado por Jorge, porque ya me veía encarcelada por robo. Su mal de amores hizo que me siguiera desde nuestra separación.

Pasé mucha vergüenza y me doblegué a los ruegos de mis padres. Todos creyeron que necesitaba ayuda psicológica. Que estaba loca de atar. Lo que comenzó como una gran aventura terminó como el rosario de la aurora. Así fue como comencé a visitar a la doctora Mur.

La psiquiatra era una mujer extraña, dulce, que por encima de todo quería tranquilizarme. Intentó analizar mi comportamiento, aunque sin lograrlo del todo, puesto que solo Dios y Freud saben interpretar lo que callamos y lo que decimos. Yo no sentí a Dios muy cerca ese día y, en cuanto a Freud, falleció hace tiempo… En resumidas cuentas, la psiquiatra poca cosa pudo interpretar. Ni siquiera se fijó en el tic-tic procedente del bolsillo, puesto que mi mano derecha no paró de frotar de forma insistente la piedrecita de Marte, que finalmente había encontrado. Cuando Jorge cuenta la versión de ese día, lo hace con un matiz distinto. Por ejemplo, se le olvida contar lo de las patadas contra el armario. Yo también me callo cosas, no cuento lo de la piedra ni lo de la psiquiatra. Pero le perdono su olvido. Y también me perdono mi silencio. Con los años aprendes a perdonar a los demás y a perdonarte a ti mismo. Siempre se produce un sesgo al recordar y es inevitable que nos suceda a ambos.

Después de mi fracasado autorrobo, era lógico que pasara unos días muy malos, el sentimiento de culpa me carcomía. Lo lógico hubiera sido pedir perdón, volver con la cabeza gacha, o hablarlo entre los dos. Pero Laura, con sus razonamientos mundanos, me decía: «No te culpes, Mónica, la culpa es de él, por hacerte seguir por un detective. Se lo tiene merecido».

Así que una noche me desperté, salté de la cama convencida de lo que iba a hacer y crucé el pasillo que separaba mi habitación de la salita de estar. Sentí las baldosas frías debajo de mis pies, me serví una copa y le escribí una carta a Jorge. Me pareció que era una copia de las cartas que escribía Herzog, aquel personaje del escritor Saul Bellow. Yo creía, como su personaje, que escribía para redimirme. No tenía intención de enviarla. Lloré mucho mientras la estaba escribiendo. No lloro por falta de carácter sino por tristeza, es la parte que llevo peor, las despedidas, ciao, adiós. En aquellos momentos solo deseaba terminar con mi matrimonio como  fuera.

Querido Jorge:

Quiero que sepas que no todo lo que ha pasado es culpa tuya. Más bien creo que es por mi culpa. Quiero vivir, quiero vivir libre. Y a tu lado no lo consigo. Sé que me dirás que no he cumplido el compromiso de quererte hasta el final de nuestros días, pero es mejor romper ahora que no tenemos hijos y solo estamos nosotros. Eres una buena persona, pero he alargado una situación de intimidad y amistad en la que he acabado sintiéndome atrapada. Inconscientemente, creo que he banalizado esta relación y sé que es imperdonable, porque parece que tú te sientes bien en nuestro matrimonio. Sé que eres una buena persona, entusiasta, trabajadora, enérgica y que te preocupas por mí, pero yo no cuajo contigo. Ya no eres el hombre divertido del que me enamoré. Tu mundo no es el mío. Tus amigos no son los míos, no creo que tengamos nada en común. Eres, además, un egoísta y no me has tenido ninguna consideración. Prefieres estar a bien con tu círculo social antes que conmigo. No te importo. Si me quisieras de verdad no te comportarías así y no me dejarías de lado por tus amigos. El amor es algo que no se puede comprar, por mucho que me hagas buenos regalos, que me trates bien, que te preocupes por mí. Al principio me dejé deslumbrar, pero luego, con el paso del tiempo, he comprendido que podemos ser amigos pero no amantes. Sé que te he dado señales equivocadas, pero no encuentro la forma de quererte. Tuvimos buenos momentos, que siempre recordaré con cariño. A veces, convivir es engañoso y no significa que nos hayamos conocido interiormente. Me siento ahogada en esta relación. Estoy segura de que encontrarás a alguien que te querrá mucho más que yo. No compliquemos más las cosas. Seamos amigos, saludémonos si nos encontramos, tomemos una copa juntos, pero no continuemos con un matrimonio roto. Ya no siento nada por ti.

Por mi parte, Jorge, doy nuestro matrimonio por terminado y tú deberías hacer lo mismo.

Un abrazo,

Mónica

En un impulso que ni yo misma comprendo, a diferencia de Herzog, le envié la carta. Lo hice por correo, con acuse de recibo, para tener la certeza de que le llegaría. Cuando la escribí no tuve piedad. Piedad. ¡Qué palabra, tan poco afortunada, tan bíblica, tan poco real!

La carta certificaba el final de mi matrimonio, pero sobre todo refrendaba mi desilusión por la vida en pareja. Con el tiempo, me he dado cuenta de que era una carta que encubría una gran dosis de histeria, mostraba mi lado necio más absoluto, mi parte mezquina. Me he arrepentido muchas veces de haberla redactado de ese modo y por no haber hablado cara a cara con Jorge. Lo herí innecesariamente.

Al cabo de unos días, cuando le conté a Bea lo sucedido, frunció el ceño mientras parecía darle vueltas al asunto. Se quedó callada un buen rato. Yo intenté interpretar su silencio, pero no pude. A diferencia de Laura, que me hablaba como si le importara un rábano mi situación, Bea me miró a los ojos y me dijo:

–Haber escrito esa carta debería corroerte el corazón.

–Sí. Daría cualquier cosa por no haberlo hecho. Todavía me siento culpable. E idiota.

–Culpable sí deberías sentirte, Mónica, pero idiota no. Ya sabes mi opinión sobre los idiotas, siempre he creído que la idiotez no tiene solución. No tiene cura. O sea que idiota no… Tu causa era justa, querías separarte de él. Ansiabas tu libertad, pero creo que el contenido y el modo que has elegido para dárselo a conocer no ha sido el más acertado. Si yo hubiera recibido una carta como la tuya, pensaría de ti que eres una frívola. La frivolidad combina muy bien con el voyerismo, te infiltraste en su intimidad y luego… Existe siempre en nuestra relación con los demás, con nuestros semejantes, una obligación moral. ¡No lo olvides! ¡Tenlo en cuenta en el futuro!

–Supongo que…

Bea me cortó en seco y me preguntó:

–¿Te ha contestado?

–Sí. Me ha contestado que le resulta doloroso y difícil entender mi postura, que cree que no tiene mucho sentido intentar medir la amplitud y profundidad de nuestro amor a estas alturas. Me ha dicho que dejáramos pasar algo de tiempo. Que había captado la idea de que ya no lo amaba. Que lo comprendía.

–Te ha contestado muy bien. Ha estado muy comedido y acertado. El tiempo coloca siempre a todo el mundo en su lugar.

–El tiempo, Bea, solo nos conduce a un cementerio.

Nos reímos a carcajada limpia y, acto seguido, me dijo:

–Sí. En un cementerio es siempre donde finaliza todo, o en un crematorio, ahora que se han puesto de moda. Seguramente acabaremos en una urna funeraria sobre cualquier repisa.

Aquella mañana, la niebla había dejado un reguero de espuma blanca en una ladera de la montaña cercana a mi casa. En pocas horas, el sol la disolvió, el cielo se despejó y pude contemplar todos sus árboles. Hay un famoso dicho, una espléndida cita en alemán que dice: «Olvida lo que no puedas soportar». Y una antigua sentencia en francés que solía repetir Bea: «Siento mi corazón cuando conozco a las personas». Es verdad lo que me dice Bea: «Cuando conoces como la palma de la mano el corazón de alguien, es muy posible que, aunque no lo quieras admitir, lo estés amando un poco».

Por encima de las copas de los árboles que veo sobre la montaña de Sant Pere solo diviso el cielo. A la derecha, un todoterreno de la Compañía de las Aguas de Barcelona, que transita por el estrecho sendero que conduce al barrio de la Merced, se dirige al depósito municipal. En el horizonte atisbo el polvo que levanta al circular. Una mujer y su perro pasean con tranquilidad. Con la misma lentitud, el tiempo fluye y parece diluirse, como la luz cuando va acabando el día. Conscientemente, retengo este momento; y este momento, he de admitirlo, me sacude el corazón y me inunda de nostalgia.

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