Capítulo 4 – El eterno retorno

Aunque mi existencia ya estaba suficientemente nutrida de dramas, desconocía que los momentos cruciales de mi vida aún estaban por venir y que había llegado el momento de ponerle solución a mi desorden interior.

Jorge comprendió que me estaba perdiendo y él no estaba acostumbrado a perder. Así que lo de darnos un tiempo quedó en nada, al menos por su parte. Empezó a llamarme a diario por teléfono para pedirme que le diera otra oportunidad. Los sábados me esperaba en la puerta de casa porque sabía que salía a pasear con Luck sobre las diez de la mañana. Me llamaba y yo ni caso. No me daba cuenta en qué me estaba metiendo. Cansada de que Jorge me siguiera, le pedí a Eduardo que me viniera a buscar los sábados. Pensé que con esa estratagema Jorge desistiría. Me equivoqué. Cada sábado me esperaba como un perrito fiel en la acera de enfrente y nos seguía a distancia. Cuando me volvía, adivinaba sus ojos inyectados en sangre. Pero yo seguía en mis trece.

“¿Captas la vida? Pues atrápala, que solo pasa una vez” –me decía a mí misma para infundirme ánimos.

Aquellos fueron los días en que me ligué a Eduardo. Me tomaba mi última taza de café en su casa, pasábamos horas elaborando listas de libros con nuestros bolígrafos Inoxcrom, fumando un Ducados detrás de otro, consumiendo bocatas de fuet y latas de Coca-Cola y Fanta y de cerveza a raudales. Fueron días muy locos. No me preguntaba por mi futuro, solo vivía el presente.

El calendario trajo la festividad de Sant Jordi. Eduardo era un chico desconfiado, que no estaba dispuesto a convertirse en mi pasatiempo. Lo tuve claro cuando se presentó aquella mañana con una rosa roja y me la entregó a la vista de todos los compañeros de trabajo. En la oficina no sabía cómo tratarlo. Él quería que el resto se enterara de nuestra relación y yo todo lo contrario. Quedó  herido porque la primera reacción que tuve fue esconder su rosa en el cajón de mi escritorio y porque aquella misma mañana recibí un buqué de rosas rojas impresionante con una tarjeta de Jorge. Me invitaba a cenar.

–¿Qué demonios es esto? –me preguntó Eduardo en mi despacho. Cogió la tarjeta del ramo y la leyó sin disimulo.

No supe qué contestarle.

–¿Por qué no le dices que tú y yo salimos? –me interpeló.

Mi indecisión lo ponía todo en peligro, pero sobre todo mi nueva relación con Eduardo. Una pregunta pendía del aire. Si quedaba con Jorge, ¿le daría esperanzas? Sin embargo, aunque había transcurrido poco más de un año desde nuestra separación, no estaba dispuesta a tomar una decisión, y no quería admitir que no había resuelto nada. Se me encogió el corazón cuando me topé con Eduardo en el vestíbulo de la oficina y vi que estaba llorando. Junto a la puerta del ascensor me dijo que me quería, que lo que sentía por mí era amor de verdad. Admito que hasta aquel instante no había constatado la superficialidad de mi relación. Hay personas que nos declaran su amor en un momento equivocado y aquel fue el ejemplo más claro. Estaba confusa y desorientada. Aún me faltaba madurar mucho.

Apreciaba la tenacidad de Jorge. Jamás se daba por vencido. Aunque me incomodaba. Me conocía demasiado. ¿Era eso? También me sorprendió que después de recibir mi carta, no me guardara rencor. Me gustaba ver que, a pesar de haberle abandonado, seguía ocupando un destacado espacio en su corazón. Me daba perfecta cuenta de que había puesto su vida patas arriba. También estaba hiriendo a Eduardo. ¡Si hubiera sabido que su amor era tan fuerte!

Acudí a la cita con Jorge. Escogió Via Veneto, supongo que porque ese restaurante le ofrecía el éxito asegurado y se podría centrar en lo principal, que iba a ser la conversación. Todo muy planeado y acorde con su carácter metódico. Había pedido mesa en un lugar recoleto: parecía estar rodeada de otros clientes, pero se podía hablar sin que nadie nos oyera. Era un dia lluvioso, habia dejado la gabardina en el guardarropía y, al entrar por el pasillo de paredes enteladas, lo vi ya esperándome con una mirada que abría paso entre las otras parejas. El verde adamascado y un pequeño centro de rosas rojas contribuían a formar la atmósfera de un Sant Jordi que se resistía a acabar. Yo creía pertenecer al tipo de mujer que cuando decide romper, rompe para siempre, pero estaba claro que llevaba unos cuantos intentos fallidos.

Aquella noche cenamos juntos. Hablamos de los viejos tiempos. Jorge me pidió que regresara con él. Se tragó el orgullo y me rogó que le diera otra oportunidad. Me dijo que podíamos comenzar de nuevo.

En momentos así la memoria no cumple con su función. Sus súplicas para que no me fuera, para que lo intentáramos otra vez, calaron en mí. Es posible que cuando dos personas se han amado quede un pequeño rescoldo entre ellas, y que cuando se reencuentran, y eso es lo malo del asunto, no puedan borrar los sentimientos como si estuvieran escritos en una pizarra. Pero así funciona la vida y no soy del tipo de personas que enloquece tratando de entenderla.

Jorge me perdonó. Estaba enamorado. Volví con él. A finales del mes de abril de 1982, regresé a nuestra casa. Dejé el trabajo y planté a Eduardo. Hay hombres que no tienen orgullo y hay hombres que conocen tanto la vida que no se sorprenden por nada.

Decidí cambiar, presionada por mi familia, e intenté que mi matrimonio no acabara en terreno pantanoso. Creí, estúpida de mí, que una de las mejores maneras de hacerme perdonar era engendrar un hijo. Que tener un bebé sería prestar atención inmediata a mi vida de mujer casada. Así que convertirme en madre se convirtió en mi absoluta prioridad. Y Jorge estaba encantado con mi nueva manera de comportarme, puesto que le daba la razón en todo.

Hice caso a los consejos de mi madre: ten un hijo y madurarás. Todo para no discutir y salvar mi matrimonio. Descubrir que vas a transitar por el mismo camino que millones de mujeres… En mi fuero interno sabía que no podía durar mucho. Solo dejé que me convenciera el sentimentalismo de la idea de fundar un hogar. Pero nada me auguraba un final feliz. Además yo era muy, muy independiente. Tampoco ayudó el hecho de que Jorge y yo fuéramos dos polos opuestos. Jorge era de derechas, yo de izquierdas. Él defendía la energía nuclear, yo las energías alternativas. Jorge sostenía que el sistema bancario era eficiente y que el capitalismo era un mal menor que ofrecía muchas oportunidades. Yo culpaba de todos los males al sistema. Existían tantas diferencias entre nosotros, ¡tantas!, que hasta encontrar un nombre para nuestro futuro hijo o hija se convirtió en un auténtico problema. Jorge quería ponerle de nombre Jaś, en recuerdo de su tío, que murió siendo muy joven. Yo quería ponerle Roberto porque simplemente me gustaba. No estaba embarazada y ya discutíamos sobre la clase de colegio al que asistiría. Yo era partidaria de que estudiara en un colegio laico y él quería que se educara en una escuela religiosa. Volví a constatar que el talante serio y circunspecto de Jorge no casaba con mi mente atolondrada y soñadora. Pero nos habíamos casado por amor, muy enamorados, y los afectos no desaparecen de la noche a la mañana.

La cena había terminado. Yo bebía un generoso whisky con soda sentada en el salón. Hacía una hermosa noche. Los cubitos de hielo flotaban en el vaso y reflejaban una extraña luz. Me levanté y me acerqué a la amplia ventana a mirar el jardín y aparté las cortinas. Lo hice para divisar mejor las luces de la ciudad. La vida en pareja tenía sus reglas, sus normas. Quizá el matrimonio ya no era el mejor lugar para intentar el viaje emocional y físico de la vida. Sin embargo, era bonito sentirse acompañada. Debía poner fin a mis pequeñas aventuras amorosas. Constituyeron un aliciente, pero debían terminar. Pensaba en eso cuando Jorge se me acercó por la espalda y me dio un beso en la mejilla. Me volví inmediatamente, le cogí la corbata para retenerlo y le planté un beso en toda la boca, apasionadamente, como cuando éramos novios. Sentí que se me vaciaba la mente. Tiré de él hasta el dormitorio, nos desvestimos el uno al otro, enfebrecidos. Lo abracé, apoyé la mejilla en su hombro y bailamos desnudos por la habitación sin más melodía que nuestro propio deseo. Sentí el peso de su cuerpo caliente encima de mí, su persuasiva voz varonil que me instaba a abrazarle todavía más fuerte.

Cuando, una hora más tarde, nos miramos desnudos frente al espejo, nos echamos a reír. Jorge fue a la cocina y volvió con una botella de cava y dos copas.

–Me gusta mucho que tomes la iniciativa –me confesó mientras me tendía una copa llena casi hasta el borde–. Aunque no te lo creas, te veo venir. Tu mirada y esa forma en que te muerdes el labio te delatan.

Bebí un sorbo de cava. Un escalofrío me recorrió la espalda, aún empapada en sudor. Jorge, entonces, me miró a los ojos durante unos segundos, en silencio, dejó su copa en el suelo, me quitó la mía de la mano y me dijo:

–Eres la mujer de mi vida, te quiero con locura –y volvió a tenderme en la cama, dispuesto a empezar de nuevo.

 Durante el embarazo me sentí muy feliz, pero también muy rara ya que me invadían extraños sentimientos. Jorge me mimaba, se comportaba como un acólito enamorado, atendía todos mis caprichos y antojos. Cuanto necesitaba lo recibía, me colmaba de atenciones. Cuando en una de las revisiones médicas supimos que sería un varón, preparamos su habitación con mimo. Encargamos que pintaran las paredes de un azul suave, a juego con el color de los muebles. Decoramos la habitación con muñecos de Mickey Mouse y el Pato Donald. Parecía que por una vez en mi vida había aparcado mis pensamientos de independencia. Solo soñaba con ropa de bebé. No tuve los odiosos mareos y me dediqué a cuidarme para que naciera con buena salud. Regresaron los largos paseos con Jorge, las conversaciones amenas y las cenas íntimas, y los planes de futuro. Jorge, para no contrariarme, comenzó a declinar las invitaciones de sus amigos y estaba a todas horas pendiente de mí. Yo soportaba como podía a la madre de Jorge, que seguía empeñada en hacer de mí una mujer con clase. Me convencí de que la mejor de las opciones era crear una familia y formar un verdadero hogar.

Al cabo de nueve meses di a luz a un niño al que llamamos Jaś. Consentí en llamarlo así porque llegamos a un acuerdo: le pondríamos Jaś si era varón y si era niña la llamaríamos María.

Jaś nació sano y pesó cuatro kilos y medio. Me prometí que lo cuidaría siempre. Qué digo prometí: es tan fuerte el instinto maternal que no necesitas que nadie te entregue el manual de instrucciones para sentir que aquella criatura por siempre jamás va a estar unida a ti. Al comienzo no nos dejaba dormir, pero sentía un amor tan desinteresado que no me importaba. Mi hijo me pertenecía, lo amaba con locura, quería atenderlo personalmente y aunque teníamos medios, ni siquiera contraté a una niñera.

Estuve pendiente de Jaś cinco años y viví intensamente volcada en él. Pero supongo que me agotaron aquellos veraneos inacabables en Comarruga, las visitas constantes de mi suegra a las seis de la tarde para tomar su té y los largos y tediosos paseos en cochecito por el paseo marítimo. Mientras el tiempo pasaba y yo me ocupaba del niño, Jorge no tardó en volver a su ritmo de vida habitual y comenzó a ausentarse con la excusa de asistir a comidas y cenas de negocios. Sus promesas de que no volvería a las andadas quedaron en eso, en promesas. ¡La que me estaba adaptando era yo!

Comenzamos a discutir por tonterías y nuestra buena vida conyugal se esfumó. Quedó claro: mis días de color de rosa habían finalizado. Yo no deseaba ir a sus cenas elegantes y supongo que Jorge confió en que nuestro hijo acabaría con mi supuesta inestabilidad. Ambos nos autoengañamos. En definitiva, el año 1987 fue un calco de 1980. Pasé aquellos meses como pude.

De veras que lo intenté con todas mis fuerzas. Pero que uno decida que le conviene un cambio no significa necesariamente que todo termine bien, no significa que se encuentren motivos suficientes que unan a una pareja, aunque quedó claro que Jorge y yo lo habíamos intentado.

Con frecuencia me desgañitaba por cosas que no tenían remedio. Y los días fueron pasando uno tras otro. La vida fluía con sus preocupaciones, angustias, deseos y con aquella pequeña parcela de felicidad que a veces me acompañaba en invierno, con sus débiles rayos de sol. Los recuerdos funcionan un poco como las borracheras: al despertar te encuentras con una resaca de aúpa. Todavía no me entendía a mí misma. Puede sonar muy fuerte pero cuando me casé, lo hice como hubiera podido irme de viaje, sin creer en absoluto que aceptaba un compromiso. Casi me volví loca porque me sentía encerrada, atrapada en una trampa. Ahora comprendo por qué muchas personas hablan en voz alta, solas por la calle. Una solución tan fácil como hablar en voz alta y pocos la practican. Sin dudarlo, a mí me hubiera ido muchísimo mejor. Pero la tensión de la vida, con sus cosas buenas o malas, nunca es eterna. Eduardo, por ejemplo, había desaparecido de mi vida tal como llegó. Desde que nació Jaś, y a excepción de mi dedicación por él, yo vivía en completa pasividad. Se me habían pasado las ganas de irme a cualquier lado. Pensaba que el amor, aquel amor que te deja sin respiración, nunca volvería. O eso creía…

Mi estabilidad emocional dio un vuelco en enero de 1988. De forma totalmente casual, un día me encontré con Tomás en el puerto de Barcelona, en el Banana’s Club, situado casi al final del embarcadero A, frente al lugar en el que estaba varado nuestro barco, el Bubbles, un impresionante velero de madera de veinte metros de eslora que Jorge había comprado al cónsul inglés de Barcelona. Estaba amarrado junto a otros barcos de gran eslora. El Banana’s Club tenía todo el aspecto de ser una taberna de puerto. Era un lugar agradable para perderse en las mañanas. Su ambiente era distendido y cosmopolita.

Aquel martes, cuando entré al mediodía, el local, pequeño y acogedor, estaba casi vacío. La música sonaba suave. Había dos parejas al fondo de la barra. En el jukebox sonaba una canción de Carol King. Como había llegado antes de la hora habitual, no encontré al vigilante del puerto para que me abriera la verja de entrada al pantalán y como en el interior del Banana´s no había mucho ambiente, decidí, a pesar del frío, sentarme en su terraza de fuera donde daba el sol. Desde allí escuchaba los chasquidos de los cabos golpeando los mástiles de los veleros amarrados y la música que salía al exterior por un pequeño altavoz me envolvía a ráfagas. Se había levantado viento y las ramas de los árboles que divisaba a lo lejos estaban dobladas hacía el mismo lado.

Me agradaba mirar cómo se levantaban las proas de los barcos y caían con fuerza sobre el agua: cabeceaban como aquellos perritos de goma que se colocaban en la repisa trasera de los coches. Cuando los vehículos frenan, sus cabezas parecen decir que sí, sí, de forma insistente. Sí, ¿a qué? Aquel día, el viento arrastraba las escasas nubes y el agua del mar estaba tan agitada que las olas eran cada vez más altas. Me entretuve tontamente contando cuánto tardaría una ola en alcanzar un determinado punto, una boya atada a un pequeño espigón que servía de protección. Allí sentada, medio aterida de frío, pensaba en qué momento me llegaría el agua a los pies y saltaría sobre la boya, en qué momento la fuerza del agua lograría arrastrar las sillas y las mesas.

Alcé la mirada y lo vi. Tenía una mata de pelo rizada que le caía desordenada hasta los ojos, parecida a la que lucía Garfunkel, pero no tenía la cara tan aniñada. Lo reconocí al momento. Era el compañero de dobles de tenis de Jorge, el presentador de un programa de radio. Estaba de pie, fumando un cigarrillo, justo al lado de la puerta. Al pasar cerca de mí, me guiñó un ojo en plan seductor. Parecía un auténtico marinero, barba de tres días, pantalones anchos, jersey de cuello vuelto… Me reconoció. Carol King enmudeció y los Beach Boys comenzaron a cantar. Lo miré a través de mis gafas de sol y lo encontré especialmente atractivo. A eso del mediodía acudía al Banana’s porque, al parecer, recibía clases de vela.

Creo que las personas tenemos brechas emocionales eternamente abiertas, porque aún no entiendo cómo me pudo pasar. Quiero decir que en el tiempo de un suspiro lo compliqué todo de nuevo. Te imaginas que no volverás a equivocarte y, sin embargo, lo haces. Sus pantalones arrugados, su jersey holgado, su barba rubia ligeramente entrecana… ¡Estaba tan aburrida! Daba palos de ciego. Así que el ambiente era el más propicio para meterme en otro lío. Iba de un lío a otro, de oca en oca y tiro porque me toca. Creía que podía con todo, armada o desarmada. Me jactaba de tener coraje a espuertas, con un «yo valgo por cien».

Pero el diablo nunca duerme. Y ese día el diablo tenía cuerpo de marinero.

Aquella mañana al tomar el café matutino, había leído en una revista del corazón una entrevista en la que Tony Curtis afirmaba: «Cada vez que me enamoro, la vida se vuelve apasionante». La retuve, saqué mi libreta negra del bolso y la anoté. Mientras escribía observé a Tomás por encima de mis gafas. Le sonreí. Enseguida me preguntó si quería tomar una copa con él. Asentí con un leve movimiento de cabeza. Era imposible encontrar en toda Barcelona a otro hombre tan guapo. Imposible.

Al final Bea acertó, porque aquella misma semana me lo había pronosticado. Sus intuiciones se estaban cumpliendo.

–He soñado que conocerás a un hombre muy atractivo.

–¿Yo? –le respondí sorprendida.

–Un hombre que ya conocías pero al que no habías prestado la atención suficiente.

Pensé que, de algún modo, se refería a Jorge. Creí que era su manera de decirme que me reconciliara con él y conmigo misma, que redescubriera a mi marido. Pero no le di más importancia. Si tuviera que pensar en todas las cosas que me había pronosticado Bea, seguramente me encerraría en casa y no saldría jamás. Solo me entró la risa. Cuando no sé qué decir o me pillan a contrapié, me entra la risa. Aparece como una flojera mental. Me sale de lo más natural. Es una maniobra de despiste, pero no lo hago a propósito. Actúo igual que cuando me tiro en la piscina de cabeza, dando un planchazo espantoso cuando los demás bañistas miran. Bueno, es mejor reírse de una misma, ¿no?

–Este hombre te cambiará la vida. No te rías, Mónica. Haz el favor de escucharme –me riñó Bea.

Pero yo no estaba por la labor. No la escuchaba.

Como el vigilante del puerto no aparecía, Tomás decidió acompañarme para ir en su busca. Subimos por la calle que rodeaba el muelle, pasamos junto a los barcos de pesca. Yo vestía unos pantalones de pana marrones, botas a juego y una cazadora de cuero con un foulard de lana al cuello. Mi vestimenta no abrigaba demasiado y tenía frío. El aire soplaba helado y me fijé en que Tomás tenía el rostro enrojecido. A mitad de camino nos encontramos con dos amigos de Tomás. Los saludó afectuosamente y me los presentó: José Raúl y Carlos. Parecían unos tipos simpáticos. Cuando les preguntó si habían visto al encargado, nos dijeron que había subido a un remolcador del puerto. Al parecer, un barco se había quedado averiado en la bocana. Decidimos que no tenía sentido continuar la búsqueda, así que dimos media vuelta y regresamos al Banana´s a tomar unas copas.

Unos cuantos whiskies con soda después estaba bastante achispada. Tanto que, cuando salíamos del local, parecía que los conociese de toda la vida.

–Continuemos la ronda en mi casa –dijo Tomás. Pero José Raúl y Carlos nos dejaron solos.

Y aquello lo precipitó todo. Estaba claro que nos gustábamos. No está bien que a una mujer se le note enseguida que está colada por un hombre. Sin embargo, a ambos nos costó una barbaridad despedirnos. Ninguno de los dos sabía cómo decirle al otro que deseaba quedar de nuevo, y eso que yo estaba muy arrepentida de haber comenzado. Solo nos dimos unos cuantos besos, pero las mujeres sabemos cómo atrapar a los hombres, cómo seducirlos. Estaba comenzando otra vez. Probablemente todos los comienzos de una pareja sean similares, eso de caerse bien, aceptar una primera cena, tomar una copa juntos… Pero siempre hay consecuencias.

Y las hubo. ¡Vaya si las hubo! Aunque creí que tenía formada una percepción más o menos clara del tipo de hombre que me gustaba y esta no encajaba con el hombre que tenía delante, Tomás podía conmigo. Apenas lo conocía superficialmente a través de Jorge, pero su atractivo era tan alucinante que me bastó. Ellos dos se conocían porque jugaban a dobles en el Real Club de Tenis Barcelona.

El tenis tiene mucho que ver con la vida: el modo de jugar es similar a la forma en que nos planteamos las relaciones con los demás y dialogamos con nosotros mismos. Define aquellos pensamientos más íntimos, los mecanismos de conducta: si yo hago esto, el contrincante hará lo otro. Es muy parecido a la forma en que pasamos la pelota sobre la red. Creemos que el contrario tirará a la izquierda y nos tira a la derecha. A veces acertamos, otras no. Es normal, porque en el tenis tampoco llegamos a dirigir la pelota adonde queremos que vaya. Podemos estrellarla contra la red o tal vez le damos demasiado fuerte, o muy flojito y, claro, nos desbarata la jugada. En la vida nos ocurre igual, nos equivocamos mucho, muchísimo. Es así, nunca pensé que podría complicarlo todo de tal modo. Yo no daba la talla con el cliché de mujer coqueta y astuta. En serio.

Fue como querer darle un efecto a la bola en un día de viento: lo normal es que se eleve y que la envíes fuera de la cancha. Parecía que mi vida, con mi comportamiento, iba a parar a las nubes.

Sufría por Jorge, porque no me comportaba como cabe esperar de una buena esposa. Ir a una psiquiatra no arreglaba el tema, porque mis dudas no desaparecían hablando con una extraña. Sabiendo además que Jorge era una persona muy franca, yo estaba jugando con fuego. Lo mío era una huida. Siempre he pensado que si las cosas van mal, hay que romper, y esta forma de pensar, para qué negarlo, dice mucho de mí. Las personas huyen cuando no entienden.

En mi copa, unos cubitos de hielo flotaban como las penas en mi vida. En mi caso, la inconsciencia es otra forma de moverme; a tientas, pero me muevo.

Aparte de la adoración que sentía por mi hijo, me preguntaba qué propósito tenía en la vida. Cuando una tarde le expliqué mis dudas a Bea, esta me dijo:

–Hay amor, Mónica. Amor con mayúsculas, solo que tú no lo ves. Nunca quieres ver lo que es más evidente.

Tomás y yo nos enamoramos como tontos. Puede que yo lo necesitara, porque entró en mi vida arrasando y llenó todas aquellas horas de hastío. Adoptamos la costumbre de encontrarnos en el barco, luego en su piso, luego en todas partes. Primero no nos besábamos en la calle por aquello de guardar las apariencias, pero después de medio año ya todo nos daba igual y los demás nos importaban un rábano. Nadie debería decir que ha vivido lo suficiente sin haber sentido un amor como aquel. Nunca podré olvidarlo del todo. Por sus charlas, por aquellos largos tragos de cubalibres que nos quemaban la garganta, por aquel humo que desprendía su cigarro y que me envolvía completamente, tanto como sus palabras, porque me enseñó cuánta torpeza acumulaba yo en mi forma de amar. En aquella deliciosa deriva, y entre bocanada y bocanada de cigarrillo, buscaba desesperadamente la felicidad.

Me costaba mucho llevar esa doble vida. Jorge podía ser muchas cosas, pero desde luego no era estúpido y me conocía al dedillo. Y aceptó en silencio tanta ida y venida, los sábados y domingos por la tarde, tanto salir y entrar, lloviera o hiciera un sol de justicia. Aunque entendió mi comportamiento como meros tropiezos que se debieran a mi personalidad inestable, empezó a desconfiar, pero yo no me di cuenta. Es la vieja historia de siempre: si te pasas, si no guardas un mínimo de prudencia…

Barcelona es y no es una gran ciudad, con ello quiero decir que es una urbe controlable, a menudo te encuentras a quien quieres encontrarte y a personas que no quieres ver. Todo depende de qué lugares frecuentes. Tomás y yo acabamos yendo de un lado a otro y pasó lo que tenía que pasar. Cogidos de la mano y caminando por el paseo de Gracia, a la altura de la calle Provenza, nos encontramos con él de cara.

Si Jorge hubiera preguntado, seguro que lo habría descubierto mucho antes, porque yo no sé mentir bien. De palabra no sé mentir. No es una virtud, sencillamente se me da muy mal. Pero Jorge no preguntó. Y si no se habla, suceden estas cosas. Así que cuando vi a Jorge que se acercaba a grandes zancadas casi me desmayo.

En el paseo de Gracia había poca gente. Jorge nos abordó y le propinó a Tomás un puñetazo en el estómago. Tomás no pudo escabullirse y recibió un golpe tan duro que estuvo a punto de caer al suelo. Resistió a duras penas, pero le costaba respirar. Mientras se tambaleaba, murmuró:

–¡Vámonos, Mónica!

–Si te vas con él, te juro que te arrepentirás –dijo Jorge, mirándome lleno de rabia.

En la calle nadie pareció darse cuenta de lo que sucedía. Aun así, quería morir de vergüenza.

–Por favor, por favor, no os peguéis –dije.

Miré a ambos y me disponía a escapar sola, calle arriba, pero entonces Tomás me agarró del brazo con fuerza. De repente, tuve que decidir. No me gustan las peleas, son absurdas. No he creído jamás que en esta vida las victorias o las derrotas sean definitivas. Por eso me fui con Tomás calle arriba, dejando a Jorge allí plantado, sin más explicación. Estaba muerta de miedo. Ni siquiera me planteé las consecuencias de mi acto.

Aquella tarde ya no regresé con Jorge. Me fui a vivir con Tomás. Pensé que era el hombre de mi vida.

Para mi familia y para Jorge yo estaba incumpliendo las normas de la decencia. Pero todos sabemos que a ciertas personas no nos va la vida convencional.

A solas, empecé a asimilar todo lo que ocurrió la tarde anterior. Había sido descubierta, llevaba seis meses engañando a Jorge. Sentía que ya no era dueña de mis actos. Tomás decidió por mí y me fui con él. Pero, ¿por qué tenía tantas dudas? ¿Y mi hijo? ¿Cómo no había pensado en Jaś? ¿Seguía amando a Jorge? No tenía la menor idea y lo que era peor, sabía que desde el mismo momento en que vi a Tomás en el embarcadero, estaba jugando con fuego. Simplemente decidí que la distancia más corta entre dos puntos es siempre la línea recta.

Reconocí que Tomás tenía mucha más experiencia que yo, porque tras el encontronazo con Jorge se recompuso enseguida y no le importó demasiado que en el Real Club de Tenis Barcelona se supiera lo nuestro. Y creo que le importó bien poco destruir una familia. Yo, tonta de mí, solo perseguía la felicidad, aquel subidón, aquella fantasía romántica. Aunque el cuento de Euclides tenga categoría de teorema, no resulta tan perfecto en la vida real. Siempre, siempre, siempre hay algo que se cruza entre esos dos puntos y nos impide ir en línea recta.

Y Jorge se cruzó. Y se cruzaron mis padres. Y mis suegros, como era natural. Sin embargo, el abuelo de Jorge, inexplicablemente, volvió a regalarme por mi cumpleaños otra Shirley Temple de su preciada colección.

Jorge tenía algo de profeta y me vaticinó que me arrepentiría. Aunque nada es lo que parece. Quiero decir que, en lo esencial, cuando contamos, callamos lo que es más importante. Probablemente, si Jorge hubiera sido más insistente, si me lo hubiera pedido de otra manera… Cuando lo abandoné por Tomás, se dijo a sí mismo que no me perdonaría nunca. ¡Nunca!, clamaban los ojos de Renata. Según Patricia, su actitud era lo más razonable del mundo mundial. Supongo que creyó que estaríamos enemistados de por vida. Cuando estuvo más calmado, unas semanas después, y cuando se le pasó en parte el enojo, tragándose el orgullo me esperó a la salida de la casa de Tomás y me preguntó:

–¿Qué te pasa? ¿Por qué me dejas?

Como siempre, no tenía respuesta para sus preguntas.

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